lunes, 23 de marzo de 2009

Críticas a las novelas publicadas


Octavio Santa Cruz Opina sobre "Piel de Fuego"

Piel de fuego, novela de Federico García

Mi primer intento de aproximación al texto, fue modalizado sorpresiva–casi bruscamente por un impacto visual -la carátula del libro, que por cierto, parece tener la intención taxativa de transmitir inequívocamente y ante todo: un clima.
Estereotipo o no, el color predominante es el Rojo, pero no un rojo en gama hacia los carmines o magentas, lo que podría conducir finalmente a la andrógina y mística espiritualidad del violeta, sino un rojo matizado con amarillo, vivo, pasional, presente en el plano de la expresión así como en el subtexto, tanto, que entre el adentro y el afuera apenas hay un límite de transición que nos permita contrastar el fondo con la figura.

Esta primera mirada a la carátula habría de concordar con la consiguiente lectura del texto. La historia, como sucesión de acontecimientos, transcurre paralela a otra historia: la de las motivaciones. Hasta donde es válido o reconocible, el punto de vista en esta novela insiste en hacernos mirar desde adentro y tiende a involucrar al lector contagiándolo de un pathos colectivo. El narrador, por lo general omnisciente y conocedor de las más íntimas represiones de sus personajes, da paso muchas veces al diálogo y en él ellos mismos se dan a conocer de manera convincente. La omnipresencia de lo erótico envuelve y sustenta la trama, la sensualidad tiñe, subyace y guía hasta el más breve diálogo. La lectura fluye, pero cuando nos damos cuenta, de pronto el que menos está -por así decir “en pie de guerra”-, si no siempre, por lo menos en su momento climático. El gallito negro es referido como un sultán en medio de sus gallinas ( p 245) y el cura culmina su última fantasía copulando en el arenal con una negra ( 236).
Crónica ficcional de hechos extraordinarios asumidos con la sencillez de la cotidianeidad, la novela rememora usos olvidados y rescata preguntas perdidas. Se ubica en el Guayabo, (p 39) en un espacio vital intermedio, donde persiste la esclavitud conviviendo con la emancipación (Candelario nació en el barco negrero, p 32).
El texto porta una carga de varios significados, varias intenciones y se solaza artificiosamente develando, en forma progresiva, las características de los personajes que se van delineando según se desarrollan sus propias acciones… “Doña Ricarda conoció a su difunto esposo durante los festejos que se dieron en Lima con motivo de la independencia (p 35)” esta breve referencia la presenta en su condición de dama acomodada, y con solo mencionar al esposo, anuncia la apertura de alguna incógnita sobre los hechos en torno a su viudez y el consecuente ejercicio del poder. Más adelante se deslizarán otros indicios sobre “tan extraña muerte” ( p 40) que al cabo no quedan del todo cerrados: “Algo espantó a su caballo” ( p 39). En la página 105 aparece doña Ricarda a los 15 años como la “moza más garrida y seductora de la región”, cualidades que inferimos la actual matrona no habrá perdido del todo, como se verá al final de la obra; en la p 113 empieza a desplegar los detalles de la causa de la causa, “Cuando la niña Elena traspuso la cerca… evocó el lejano episodio de su infancia que dio comienzo a sus tribulaciones”. Así cada referencia, aparentemente circunstancial, encaja en la construcción de un discurso total.

El uso del tiempo es flexible, salta como en el cine, en las primeras páginas presenta a los viajeros, comenta panorámicamente el contexto, se acerca tanto a un personaje que penetra hasta su pasado, vuelve al presente y con igual ritmo dramático los envuelve en el torbellino arrastrando de paso al lector al medio de la tormenta de arena “El ruido enloquecedor del viento los aturdía y ellos permanecían mudos, crispados, con la terrible sensación de que estaban asistiendo al último día de la tierra. (p 24)”. En momentos críticos se sirve de recursos visuales ( p 42), rompe el discurso en acciones cortas, usa el espacio, no las comas, ( p 277 y p 287 )

Los personajes que presenta nos resultan familiares, tanto por sus roles actanciales como por su ubicación geográfica y estratificada. Desde Matías Cotito,- el mozo fornido y mujeriego, o cuando menos el ideal instalado en el imaginario de las mujeres de la obra-; y su antítesis -el inicialmente sólido Candelario-, hasta la dama de sociedad prendada del plebeyo pardo son suficientes para armar una trama según el esquema clásico. También encontramos a el caballero, y a la madre, pero no creo que estemos en búsqueda del dudoso mérito de escapar de los estereotipos, lo que por otra parte no se cuán posible es; lo que sí es cosa de superar las recetas, y es aquí donde Fico baraja varios ingredientes que dicen bien de su buena sazón : El ambiente del duelo -esta vez combate de gallos y también de contrapunto a la manera de la lírica popular- ( p 33) es ágil, sustentado en la solvencia del autor para recrear el escenario de las lides de la oralidad (Huanchihualito, huanchihualón. Panalivio, m’alivio, son)
Desde el principio juega con una imagen de identificación, “el gallo negro” como le dicen al bandolero y el gallo de pelea que tiene Matías. Más de uno se lo pregunta, Don miguel entre otros: “Matías podría ser el gallo negro” ( p 38).
Esta personificación dejará de ser un recurso retórico para ser asumida como el aflorar de una causalidad que es mágica. “El gallito lo aturdió con su aliento” ( p 94). Incluso se establece un nexo etérico entre el animal y el dueño “Y en el corral de la hacienda, la negra Francisca miró estupefacta la resurrección del gallito” ( p 170 )

Un personaje en permanente rito de pasaje, que anuncia el llamado al mundo de lo extraño de lo no-explicable es el contrahecho negrillo sordo mudo, homúnculo poseedor de extraña percepción olfatoria, que finalmente completa el diseño de su lado obscuro al tirar de la manivela (p 2005) aunque en su desmesurado y elemental odio termina por desdibujarse soñando derrotar a Matias ( p 189)

Restitución de esencias perdidas, o mejor, interpolación de etnias paralelas, los Orishas ( [1] ), Oshun ( [2] ), y Shangó ( [3] ), son mencionados como cosa conocida; hasta Francisca resulta ser iniciada ( p 212)
La designación babalao irá desplazando el nombre real de Eliseo Roncal, hasta identificarlo como el hechicero poderoso que es, “Roncá é babalao, brujo grande” (p. 167) El término babalao aparece 47 veces ( [4] ), lo que presumo es algo casual, pero no deja de ser significativo ya que correspondería con el destino inacabado de Roncal.
48 es el número de un hechicero, de un shamán completado, sea negro o indio.
Y precisamente la figura de Roncal, al extinguirse es la que transfiere sus atributos al joven Matías dotándolo de la dimensión heroica y convirtiéndolo en mito. Y como en todo mito, el donante le asigna también al destinatario una tarea épica que resulta tener aquí un trasfondo étnico (irónicamente la utopía que ni él mismo siendo brujo pudo cumplir) “No olvide que el gayo negro debe ser un libertador” ( p 184)

En este sentido, la red de túneles opera cobrando una nueva dimensión, la de un símbolo social, (p 80) algo que socava la estructura, que es la alternativa y que siempre estuvo allí. Y en este ámbito la aserción es palmaria, el negro esclavizado es sumiso… “mejor esclavos y bien comidos” (p 90). Identificatorios ambos del binomio /esclavo-versus-liberto/, en el desarrollo, la transición estará representada por el mismo Candelario -antiguo enemigo de Matías- quien encuentra su identidad al lado del héroe: “La muerte del coplero parecía haberlos reconciliado” (p 158). Toda la escena de la liberación de Candelario tiene un mensaje constructivo (p 245 a 250).
La trama se va deshilvanando alrededor de la función ética del liberto y a su modo cada quien se reconcilia con su propia esencia:
La misma Francisca descubre la dimensión telúrica de Roncal (p 212) y jura venganza.
La excitación de Elena en la pachamanca (p 253) es una trasposición que preludia su inmersión en el mundo que siempre la ha estado llamando, su propia corporalidad.
Sorpresivamente y llegando al lado de su hija en el último minuto, hasta la desarraigada figura de la patrona intuyendo que “Una fuerza oscura salía del espejo” (pp 133, 134) hace un gesto por restituirse a su rol primigenio.

Es sabido que el género lo inaugura Enrique López Albújar exaltando el mestizaje de “Matalaché” con un carácter crítico y un irónico matiz social; acuñando en nuestro suelo y en el lejano 1928, el estereotipo de la pareja imposible dado el carácter contradictorio de ambos personajes -el apolo mulato y la princesa blanca.
Cinco décadas más tarde –en abril del 75- irrumpe Antonio Gálvez Ronceros reivindicando drásticamente la oralidad afroperuana y rescatando de entrada el habla coloquial lugareña en “Monólogo desde las tinieblas”, lo que logra con tal maestría que alcanza como por un tubo el grado de icono, lo que conlleva un lado fatal, con el cual al igual que otros, él tendrá que convivir ( Nunca Eleodoro fue más Vargas Vicuña que en el primer Nahuin y Leonard Nimoy será siempre el Sr. Spock).
En noviembre del 75 con “Tierra de caléndula” Gregorio Martinez inicia su aporte caracterizado para el gran público por un habla desprejuiciada, enfatizando lo que un sector más restringido llamará “la diferencia” y poniendo el dedo en el conflicto entre oralidad y escritura, lo que en siguientes publicaciones, el mismo recalcará haciéndose letra de la voz de otros habitantes de su ancestral Coyungo.
En 1989 José Antonio Bravo publica un ensayo novelado cuyo protagonista es el brujo Irere Mayó donde “los acontecimientos son aglutinados por medio de un hilo conductor o anécdota inventada”.
Y en una línea más ficcional pero no por ello menos documentada Cronwell Jara nos presenta en 1990 las primeras aventuras de Babá Osaím.
Finalmente, en 1994 el investigador José –Cheche- Campos sorprende a su público con la primera versión de “Las negras noches del dolor”.
Aquí un mea culpa… de Lucía Charún-Illescas solo puedo nombrar el título, “Malambo”.

A lo largo de ocho décadas, desde una tardía inscripción en el modernismo hasta ocupar un lugar al interior de lo real maravilloso, nuestros autores han poblado más que decorosamente este predio de nuestra literatura, la narrativa afroperuana. Dentro de este pequeño universo García se desplaza con soltura y decir que Fico encaja alturadamente dentro de este grupo es una frase que intenta ser elogiosa para el uno tanto como para los otros. La intertextualidad es aquí más bien una característica tácita de la secuencia histórica y no tengo mayores datos para saber si nuestro autor es o no tributario de sus antecesores, pero si así fuera, como dice Todorov “El reflejo en el texto de este conocimiento garantiza la competencia del autor”.

Así y todo, es innegable que con la elección de este tema y esos personajes, Fico, el narrador, echa sobre sus espaldas la ineluctable tarea de matar al padre. En qué medida esto haya sido logrado es cosa que los lectores están invitados a evaluar.
Por lo que a mí respecta, creo que mi sola dedicación para hacer estas notas es suficiente respuesta: en mi lectura el texto fluyó con regularidad, atrapando el interés desde un inicio y ubicándose en una espacio-temporalidad no conflictiva; el dialogo ameno logra que el lector reconstruya míticos tiempos idos o imagine extraviados arquetipos, todo lo cual es muy saludable para una etnia que aparte del sabor de su mestizaje, en cuanto a memoria cultural o ideológica no tiene mucho más.

Octavio Santa Cruz, 24 agosto 2007

[1] p 183, 239, 259
[2] p 193
[3] p 201, 241, 242, 256, 258
[4] babalao aparece en p 31, 81, 91, 95, 97, 141, 144, 145, 145, 146, 153, 157, 164, 166, 168, 169, 182, 183, 183, 183, 184, 184, 184, 185, 186, 186, 187, 188, 188, 192, 197, 200, 201, 201, 201, 204, 204, 204, 206, 207, 208, 213, 210, 225, 225, 254.